Mer aplaude con fuerza cuando Alfonso
termina de tocar.
Es uno de esos típicos miércoles en los que vuelve a casa después
de las tres de la madrugada con la lengua aun sabiéndole a ginebra rosa.
Habla, ríe, bebe y le pide otra
copa a Chiqui.
Mer nunca se calla, abre la boca
y cientos de avispas salen a toda velocidad. No llegan a picar, pero te
asustan, las avispas solo pican si se sienten amenazadas. Me gustan las avispas
de Mer, me gusta cuando las deja libres, cuando vuelan y aparece el caos.
Me cuenta que otra vez salió mal,
que él parecía distinto y acabó en decepción, que no le duele que haya otra,
que no soporta que se lo niegue.
Desafinamos una de Chaouen, miramos
la cartera pero no nos da para otro Puerto y acabamos con un vino dulce entre
los labios mientras se nos achinan los ojos.
Fran apaga la última luz de La
Sala y salimos.
Los adoquines del Pumarejo están mojados, no hace mucho que ha
pasado el servicio de limpieza. El autobús está llegando al Arco casi a la vez
que nosotras. Siempre nos sentamos en la parte de atrás y a la izquierda.
Un hombre habla solo en el
asiento de enfrente, tiene los rasgos típicos de la adicción y el consumo,
parece cansado, pero sigue hablando solo.
Bajamos.
Mer me acompaña hasta la puerta
antes de seguir su camino y ahora yo le cuento mis historias. Ella me entiende,
yo respiro y ella me entiende.
Estamos jodidas, somos las reinas
del drama, nos miramos y reímos. Siempre ríe, aunque esté rota siempre ríe.
No estás sola, él se ha ido pero
no te ha dejado sola, igual que yo, me he ido pero no pienso dejarte sola. No
estás sola.
Siento no poder quitarte todo el
peso del dolor, siento que mis palabras no sirvan, que mis abrazos no lleguen,
siento no estar para decirte que todo pasará, que echarás de menos pero ya no
dolerá.
Eres una valiente y no estás
sola, acuérdate de vivir, siempre.
Pisa fuerte en la Alameda.