Solíamos
creernos infinitos en los bares, en los bailes y en los besos.
En
la imprudencia de antes del látex y los susurros mojados de tu boca.
Cuando
el tiempo era tiempo y flotábamos de él en las callejas,
y
la experiencia nos señalaba con el dedo y se reía de nosotros en los portales.
Pero
ahora el tiempo es cable, y nosotros trapecistas a punto de caer.
No
lo vimos venir, inconscientes, inocentes y Sabina advirtiendo
que
nos robarían el mes de abril.
Porque
todos los otoños tengo que dejarte en standby,
y
tú sin cansarte de mi pelo, ni de mis lunares, sigues asomándote a la ventana,
por
si un viernes de los de palomitas y Tarantino, ves a la chica de ayer.
Pero
al final del invierno, al final de la primavera,
siempre
hace diez mil tormentas que no nos vemos, que no nos mojan.
Aunque
nosotros sabemos de fenómenos meteorológicos, de cambio climático
y
de estaciones que salvan mis ganas, y así nos curamos los kilómetros.
Y
a pesar de que no compartes mi ciudad del invierno,
ni
sabes de sus calles, ni que Sevilla también es fría en enero,
a
pesar de todo eso, ya te conocen los vasos de las barras, las canciones para
dos
y
se encela el Guadalquivir cuando le hablo de nosotros y el Guadiana.
Y
le cuento que mi felicidad la reparto en instantes y que tiene el pelo casi
negro,
que
tiene pecas y unas manos enormes, que cuando tocan hace terremotos,
que
mueve la corteza de debajo de mi ombligo.
Sabes
sobrevivir a las ausencias besando los cigarros,
con
algo de ginebra, pausando los silencios.
Como
el perro del hortelano, ni nos comemos, ni nos dejamos comer.
La
soledad no me deja sola, sin embargo no lleva vaqueros apretados,
ni
es tan caprichosa, ni usa Hugo Boss.
¡Joder!,
que bien suena la primera persona del plural cuando sale de tus labios,
que
hasta si lo dices al gritarme a mi me pone, a mi me vale.
Creo que después de toda la monotonía de cada día de mierda, lo mejor llega cuando dan las tantas y empiezo a leerte. Esa es la parte buena del día. Sige así. Por favor.
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