Esto de enamorarse en los ochentas tiene su magia no penséis que no. La rebeldía que conllevaba despertar de ese aletargo social. Pioneros en el tradicional amor de esquinas y picaderos de coches. La música disco, la excentricidad de la movida madrileña, asambleas juveniles de instituto... Él, chupa de cuero y chupón delantero en el equipo del pueblo, ella, tupé con cardado, rockera indignada y rebelde “con causa”.
Y pasaron esta década de la moda entre litronas, risas y amigos… pero juntos. Ahora tocaba centrarse, preparar oposiciones, alquiler de piso y “vamos a ser papis”. Ella dejó el rock, pero no sus ideales y se centró en la suavidad de la música y la contundencia de las palabras de ciertos cantautores que conoció tiempo atrás. Él siguió con eso de chupar en los partidos, dejó el casco por un buen uniforme y se quitó la cazadora de cuero que ya no pegaba con los pantalones de pana.
Seguirían trasnochando, la Pequeña Criatura que llegó en la Expo del 92, en las Olimpiadas de Barcelona, y cuando el Barça ganó la ansiada Copa de Europa, no comía, ni dormía, ni dejaba de llorar, decidió que ellos tampoco descansarían. Dejaron el subir de escaleras y pagar a la casera todos los meses por unas llaves propias y letras de hipoteca. Y en este hogar llegó al mundo los ojos más bellos y con más luz que se pueda imaginar, las manos con más talento, deportista nata y futura musa de bohemio. Surgieron así sus vidas y no serían nada sin alguno de ellos.
Él, la paz y la calma de cada uno, la risa y el ánimo, el abrazo infinito… Ella, guía y cordura de todos, conocimiento y razón, madre coraje de dientes apretados.
Por mi parte… Gracias por enseñarme, invitarme, dejarme volar, macarme el camino y dejarlo siempre iluminado para “volver a volver”.